Había una vez un volcán: narrar para la acción, no para la compasión

Nací en Tlachichuca (Puebla), al pie del Pico de Orizaba, la cumbre más elevada de México. Es un lugar bien conocido por las personas aficionadas al alpinismo, pues ahí comienzan el ascenso a su cráter.

Siendo yo niño, hace unos 25 años, el paisaje aparecía tupido de ocotes y encinos, enmarcados por el volcán, al fondo, nevado y portentoso. Hoy de eso quedan apenas una pincelada de nieve y retazos boscosos. Una investigación sostiene que el misterio no es si su glaciar desaparecerá, sino cuándo; su extinción es inminente.

Por eso ahora tengo la impresión de vivir disociado: por una parte trabajo día a día en proyectos fascinantes sobre conservación de la Naturaleza y mitigación del cambio climático; pero, por la otra, convivo con familiares y amigos indolentes ante la correlación entre su estilo de vida y la forma en la que el planeta se deteriora. “Sí, ya no llueve como antes”, se lamentan, como si fuera un castigo divino.

En este post quiero explorar algunas ideas sobre narrativas para conectar con nuestro entorno cercano, en la cena familiar, el trayecto del auto. ¿Es posible sensibilizar y co-responsabilizar sin recurrir a la confrontación, o sin un halo de superioridad moral, culpa o imposición? ¿Podemos lograrlo sin sermonear?

“Ya vas a empezar con tus cosas”

Las personas que hacemos algún tipo de activismo solemos tener perspectivas que se enmarcan en la tradición profética: advertencias y denuncias, fatalidad, culpa… mensajes no muy cómodos para la cena familiar, ¿verdad? ¿Pero sirven de algo? Hay un meme (siempre hay uno) que nos retrata: [Insertar]

El tono que llegamos a usar recuerda mucho al de los profetas apocalípticos del Antiguo Testamento. Y, bueno, ya sabemos que muchos fueron expulsados o arrojados al mar, lo cual nos dice algo sobre la eficacia de su estilo.

En una entrevista, el escritor británico Philip Pullman dice que “asustar a las personas es una manera muy eficaz de volverlas pasivas y abúlicas. El miedo puede inducirnos a negar cobardemente todo, a no querer saber nada y cerrar los ojos y los oídos”.

Si asumimos entonces que la historia y las preguntas que nos planteamos quienes hacemos activismo cuentan una historia hasta cierto punto religiosa —quiénes somos, nuestro lugar en el Universo, por qué estamos aquí, qué hacemos con la conciencia de ocupar este espacio—, la cuestión es cómo sostener una conversación sin ser arrojados al mar inmenso de los oídos sordos.

Trascendamos la compasión

Pullman asegura también que las personas no solemos ser cínicas. Cuando vemos imágenes de bosques arrasados, glaciares que se derriten catastróficamente o “del pobre oso polar sudando sobre un trozo de hielo” realmente experimentamos tristeza e impotencia; sin embargo, lo que queda tras ello es la compasión, y ya sabemos que “la compasión solamente genera dos sufrimientos” (¿Nietzsche? Recuerdo haberlo escuchado o leído).

Las personas, añade Pullman, “necesitan no solo ver la devastación, sino que les digan lo que podrían hacer: ‘¡Hay humo, se está quemando! Tú podrías hacer esto para apagarlo’”, pues cuando “conocen opciones tangibles de acción civil, de formas de participación, crece la posibilidad de transformar la simple compasión en proactividad”.

Entonces, ¿qué forma debieran tener las historias y conversaciones que revelen el problema y abran posibilidades de cambio? Pullman da una pauta: “Pienso que la verdadera historia, la historia básica, la que todo mundo quisiera oír, ver, leer, es la que cuenta que estamos conectados, tanto unos con otros, como con el lugar en el que vivimos, el cual es infinitamente rico pero corre peligro, y que a pesar de todo podemos hacer algo para solucionarlo”.

Había una vez…

Hace dos meses, justo en una comida familiar en Tlachichuca al conversar con uno de mis tíos, campesino de toda la vida, probé lo que ahora llamo el “Método Pullman”: en vez de una perorata sobre deforestación, le pregunté si recordaba cómo era el paisaje cuando era niño. Me sorprendió escuchar una historia vívida llena de detalles sobre el bosque y el pasado de mi familia, pero también lo mucho que sabe sobre las causas profundas de que todo haya cambiado.

Sin yo preguntarle por eso ni mencionarlo, se lamentó de la tala clandestina y la quema del bosque para ampliar la actividad ganadera. Me contó además que ha participado en algunos programas de reforestación, pero también los problemas que ha identificado en ellos. “¿Qué más puede uno hacer?”, me decía.

Pullman concluye la entrevista explicando que “la vida de una persona es diferente de la historia de una persona. La vida empieza al nacer, pero la historia empieza cuando uno toma consciencia“. Y es esta historia, y no la vida, la que puede ser rescatada, cuestionada y transformada. Nuestra misión es vaciar el conocimiento, la información y la evidencia en medio de ese ritual tan primigenio: personas sentadas frente a frente, confiadas, contándose: “Había una vez…”.

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