No somos más importantes, es hora de eliminar de nuestras vidas el antropocentrismo

Si la verdad de este mundo existe, seguro que no es humana 

Joseph Brodsky

Mientras más avanzo en la vida y encuentro respuestas sobre de qué va, más alejada me siento de dos arraigadas creencias con las que crecí: el ser humano es el centro de la existencia, porque “supuestamente” es el más inteligente, y lo relativo al ‘progreso’.

A mis 23 me encontré con Richie, mi primer gato, y empecé a cuestionar las ideas sobre ser su ‘dueña’ y lo poco que lo respetaba al obligarlo a hacer cosas que yo interpretaba como normales, por ejemplo vestirlo el Día de Muertos, lo cual me llevó a pensar que no sé nada de él. Conocemos tan poco de los animales, de su forma de racionalizar y sentir, estamos tan ocupados pensando en otros planetas que nos hemos olvidado de verlos, y al final nos quedamos con aquello que interpretamos de ellos, siempre bajo nuestras propias gafas ficticias.

Y me di cuenta de que al exigir solo el respeto a los derechos humanos, a que todo ser humano sea tratado con dignidad, dejamos fuera a gran parte del planeta, a mi parecer la mejor parte, de modo que esa dignidad no alcanza a los animales. Proclamamos igualdad entre hombres y mujeres, pero hasta ahí; queremos libertad, pero no la de todos, pues buscarla implica replantear nuestra ficción de que somos más importantes frente a otras vidas.

Creer que el ser humano es el centro se llama antropocentrismo, filosofía que sitúa al ser humano por arriba de todas las cosas y justifica sus deseos como superiores moralmente frente a cualquier otra vida. Tiene un origen judeo-cristiano, al crearse la pretensiosa idea de que el hombre era divino. Lo cierto, es que esta cosmogonía rompió con toda relación terrenal entre humanos y animales, para situar al hombre masculino, en particular, entre los cielos.

Pero no siempre fue así. John Gray, en Perros de Paja. Reflexiones sobre los humanos y otros animales, lo detalla: “Durante gran parte de su historia, los seres humanos no se consideraron a sí mismos diferentes de los demás animales entre los que vivían. Los cazadores-recolectores tenían sus presas por iguales a ellos (cuando no superiores) y los animales eran adorados en muchas culturas tradicionalistas. La sensación humanista de abismo entre nosotros y los demás animales es una aberración. Lo normal es el sentimiento animista de compartir el mismo lugar con el resto de la naturaleza. Por muy debilitada que pueda estar hoy, la conciencia de participar en el mismo destino común que el resto de las criaturas vivientes está arraigada en la psique humana” (p. 26).

Uno de los mayores ejemplos de esos momentos fue el antiguo Egipto, donde predominaba la creencia de que los seres humanos no eran poseedores exclusivos de un estatus único en el mundo del que los otros animales estaban excluidos. Y de nuevo Gray, en Filosofía Felina, los describe: “Los egipcios heredaron tradiciones animistas en las que el mundo era un lugar lleno de espíritus. En tales tradiciones, los humanos no eran superiores a los otros animales. No había dos órdenes de cosas totalmente distintas —el del material no sintiente y el de las almas inmateriales—, sino uno solo que las almas animales y humanas compartían en común” (p. 154).

Seguir convencidxs de que somos el centro de todo es uno de los mayores daños que hacemos a la Tierra. Es momento de cambiar este mito, de aprender de aquel pasado remoto. El progreso humano es una ilusión que nos ha convertido en una plaga voraz, que está devastando los ecosistemas y a gran parte de quienes los habitan. Es momento de cuestionar está creencia y aceptar que “nuestra evolución solo fue una extracción afortunada en la lotería cósmica”.

Comparte:

Recibe nuestro boletín mensual, ¡suscríbete!

También te puede interesar: